domingo, 8 de mayo de 2011

Relato: ECUADOR CUATRO-DIEZ

Sólo un episodio de un capítulo del gran libro de mi vida...



ECUADOR CUATRO DIEZ
Autora: Erika N. Badani M.
Habiendo vivido mi infancia en Los Andes, ciudad ubicada a los pies de nuestra imponente cordillera, el ambiente que me rodeó era de tranquilidad, aire puro, veranos calurosos e inviernos lluviosos y fríos; la nieve se veía como una espuma blanca hecha para jugar.
Desde que recuerdo y hasta la edad de 8 años, viví en una casa ubicada en el barrio Centenario, pero que hasta ahora en la familia, se la nombra como “Ecuador  4-10” cuando queremos hacer alusión a algún hecho ocurrido en esa hogar.
Esta casa blanquecina, estaba construida sobre una altura de tres gradas respecto a la vereda, lo que hacía que desde su interior, miráramos hacia abajo para ver la gente pasar; tenía una fachada con tres ventanas hacia la calle. Entrando, se encontraba una mampara y más adentro una puerta con vidrios y una cortina de encaje que dificultaba un tanto la vista hacia el interior. Luego aparecía un pasillo con baldosas rojas y arabescos negros, que lucían brillantes y hacían perfecta armonía con una mesa de arrimo en fierro forjado; siguiendo por el pasillo, se descendía un escalón y llegábamos al living-comedor, con piso de madera siempre encerado, un gran sillón, una poltrona para la lectura de mi padre junto a una salamandra; desde donde se apreciaba la cocina amplia con muebles en color verde Nilo. Al centro, este salón tenía una puerta de hoja doble que daba al patio, éste era amplio, poseía un pasillo enmarcado con gruesos pilares en cemento que alguna vez albergaron un grueso y firme garfio en donde se amasó y sobó la masa para hacer turrón navideño casero. Estos pilares sujetaban un largo y extenso parrón con uvas del tipo, negra, blanca temprana y blanca tardía, y la uva pastilla, que por rosada y dulce hacía inevitable el no ahogarse o experimentar una gran carraspera que muchas veces daba como producto gruesas lágrimas rodando por las mejillas. Pero que invitaba a degustarla una y otra vez. Acompañando a las vides, ese patio, enorme para mí, tenía duraznos pelados, duraznos priscos, duraznos corchos, naranjas dulces y agrias, las que sólo se utilizaban para hacer remedios, nísperos, limoneros y flores variadas en aromas, colores y formas. 
En ese hogar de infancia, ocurrieron hechos que enriquecieron el volumen de mi “vidateca”. Por ejemplo, recuerdo un gallinero amplio, enrejado con malla de círculos en donde podía haber alrededor de una cincuentena  de gallinas y pollos del tipo broiler, castellano, cogote pelado, etc. las que nos proveían de huevos frescos y cazuelas nogadas inolvidables preparadas por mi madre.  No todo fue alegría con estas aves, no importando si tan sólo eran polluelos, alguna vez amanecieron decaídas, con ojos hinchados y rengueando hasta caer al suelo para no pararse más. Vi a mi padre sufriendo mucho con esto y recogiendo con respeto cada ejemplar como si les pidiera perdón por aquel doloroso fin. Esa enfermedad o peste avícola fue el detonante para que jamás mi buen padre, volviera a criar aves, fue así que el gallinero estuvo vacío y cambió su giro, pues a los meses, fue hogar temporal de una cabra gritona y barbuda con grandes cachos, y un tiempo después,… llegó un mocetón maduro, imponente al que había que respetar en todo el sentido, ni acercarse  ni mirarlo muy seguido… lo llamé Juanito, era de tez café clara con alguna mancha blanca , ojos de párpados entornados y a mi tierna edad, me explicaron que no se me ocurriera disgustarlo pues él era un tanto mal educado y si lograba enojarlo, me lanzaría un gran escupo directo al rostro!
Hace casi un mes, decidí mostrar la casa a mi hijo de 14 años, la encontré cambiada, ahora es de color rosado, y los tres peldaños de la entrada ya no son de tierra roja, sino de un brillante y frío cerámico rojinegro.