miércoles, 10 de agosto de 2011

A partir de un personaje secundario de un cuento, se ha creado esta historia que debe enlazarse con el relato original.

Actividad: escribir un cuento desde la perspectiva de uno de los personajes y de acuerdo a la historia narrada en la obra “A la deriva” de Horacio Quiroga.
Personaje: El compadre Gaona
                                                                                                                                                                                                                                            Erika Badani M.
Dos fieles amigos
¡Paulino, otra vez sin tus deberes! El fuerte reclamo del maestro hizo que Martín Gaona se sobresaltara y mirara con ojos muy abiertos a su amigo. Levantando el puntero, el profesor, siguió con la clase, mostrando el mapa y enseñando sobre el Paraná.
Los dos chiquillos estaban en el mismo curso en el único colegio del poblado. Cada mañana Martín pasaba a buscar a su amigo y lo llevaba al anca de su caballo hacia la sala de clases, en tanto que Paulino, refunfuñaba y lo tentaba para ir río arriba, a pescar, a bañarse, a cualquier cosa, menos a estudiar. Cuatro años duró el recorrido en pareja, luego su trayecto lo hizo en solitario.
Las faenas del villorrio no lograron distanciar a ambos chicos y cada fin de semana, Paulino, intentaba zafarse de las clases gratuitas que le brindaba su estudioso amigo. Con él aprendió que Hernandarias era lo mismo que Tacurú Pucú y se llamaba así en honor a Hernando Arias de Saavedra. Le dijo que los primeros habitantes del pueblo fueron traídos desde San Isidro, como su abuelo. Otro día le contó que en 1612, por mandato de Don Francisco de Alfaro se había logrado abolir totalmente el servicio personal de los nativos para los europeos, como la Encomienda, la Yanacona y la Mita. Paulino escuchaba moviendo las piernas y haciendo zigzaguear el camino de algún bichito con su mano.
Siendo jóvenes, cada uno siguió su rumbo. Paulino, flaco, huidizo y con mucha agilidad, conocía cada palmo de la flora y fauna de su monte. Haciendo gala de su fama de cazador de víboras, logró hacerse de un terreno, en donde cultivaba mandiocas, nabos y batatas dulces. Era la vida que escogió, con su trabajo de sol a sol y su mujer, la Dorotea, que preparaba como nadie el reviro y el arroz carretero; pero le faltaba paciencia para criar a sus tres cachos –como insistía en llamar a su prole.
Martín Gaona, siempre cargando un libro en su morral, era alegre y respetuoso. Retornó a Tacurú Pucú, como maestro de la escuelita. A los pocos años, se casó con la hija del boticario, pero enviudó mientras ella estaba embarazada, por lo que recibió de muy buena gana a José, el primogénito del flaco Paulino, para tenerlo como ahijado.  Eso sirvió para estrechar la amistad entre los hombres y una vez nombrado Director del colegio, le dijo a su cumpa: “Mire Compadre Paulino, yo me voy a llevar al pueblo a mi ahijado, para que estudie y sea un titulado, este cabro es inteligente” La Comadre Dorotea, ni chistó, total era un cacho menos. Fue así como pasó el tiempo, siempre educando a cuanto niño  tuviera potencial; pero obligándolos, en vacaciones,  a trabajar la tierra como lo hacían sus padres, como lo hicieron sus abuelos y tatarabuelos. “No es cosa de crecer para olvidar las pisadas de niño”- decía con firmeza.
Cada verano, por la finca de Paulino, se sentía un ruido metálico sendero abajo y tres golpes de tambor. Los niños descendían  por la angosta huella alborotados, gritando y atropellándose para llegar primero a abrazar al profesor Martín y al  mayor de los hermanos. Eran días de convivencia familiar y largas conversaciones entre los dos amigos acompañados de una damajuana de caña pura.
Un año tras otro, en los dominios del matrimonio, se crecía en edad y en trabajo. Había mucha tierra para plantar y zanahorias, remolachas y hortalizas y ofrecerlas en el pueblo, por lo que más temprano que tarde, cada joven sintió el llamado del amor y emprendieron su vida río abajo. La tarea de Paulino fue más ardua, su vigor fue atrapado junto con su agilidad y comenzaron los tiempos difíciles, escaseaba el agua tanto como sus fuerzas.
Con los años, Tacurú Pucú, fue convirtiéndose en centro de la actividad comercial del Paraná y navegar por los ríos Acaray y  Monday era el puente comunicacional para sus habitantes. La vida en esos lugares comenzó a alejarse de los montes, ahora las noticias se leían, las visitas eran pocas, y ya no se escuchaban nuevas voces por el rancho del flaco Paulino.  
Su compadre Gaona, había logrado construir una posta y llevar un médico al pueblo. Su intento por conseguir transporte para llevar a los niños del monte al colegio, no fructificó y  ya no tenía la salud de antes, le costaba caminar, casi no hablaba. Se comenta que un cierto día, muy de mañana  lo vieron cruzar  la plaza hasta la escuelita y saludar o ¿despedir? a cada alumno que allí entró. Espero el toque de campana, deslizó su mano a lo ancho del portón y tomó el camino de regreso. Vestía un sombrero oscuro de rafia, su traje azul, con el  pañuelito rojo que asomaba por el bolsillo y un gran libro bajo el brazo. Fue el último paseo que Martín Gaona dio ese  viernes… ¿O jueves?

En mi Taller de Cuentos breves, he aprendido a contar historias en pocas palabras...

Técnica: PIE FORZADO
Actividad: Continuar escribiendo la historia a partir de un inicio ya dado.
Inicio: La casa de los muertos, Fedor Dostoiewski. Capítulo 1

Prisión y libertad
                                                                                                                                                                                                                                                                   Erika Badani M.
“Nuestro presidio está situado en el extremo de la ciudadela, dentro de las murallas. Si se mira por las rendijas de la empalizada con la esperanza de ver algo, sólo se divisa un jirón de cielo y una elevada muralla de tierra cubierta por las altas hierbas de la estepa. Noche y día, constantemente, pasean por ella los centinelas, y el que mira se dice a sí mismo que transcurrirán así años, mirando siempre por la misma rendija y viendo siempre la misma muralla, los mismos centinelas y el mismo jirón de cielo; no el que está sobre el presidio, sino otro lejano y libre…”
Así recuerda Francisco Miranda las letras de la primera y única carta que le escribió a Jaime, de eso ya hacía casi trece años, marcados sobre la mesa de su celda. Cometió un delito, sí,  lo aceptaba, pero fue hace tanto tiempo, que ya ni le importaba. Él estaba acostumbrado a esta vida, con horas más lentas, pasos más sonoros y los vigilantes, los mismos de siempre. A ellos los conoce por sus pasos, sabe que el cabo Pérez silba cuando está aburrido, el Galdámez menea las llaves y el Asenjo, si está de mala, pega con su luma a cuanto mueble  tenga cerca. Sabe que vivirá por mucho tiempo allí, así que decidió buscar su libertad dentro de esa prisión.

Hoy Miranda se destina a recordar… - “La vaca no puede olvidar que fue ternero”,- se dice a sí mismo; y al menos dos veces al año hace ese ejercicio mental. Nuevamente visualiza que después de un largo viaje  llegó  en un camión cerrado, no conoció nada del  lugar, lo bajaron entre dos, caminó un tanto en andas y otro tanto arrastrando la cadena de sus pies. Pasó por un pasillo largo, semialumbrado y con olor húmedo. Allí lo tiraron y despojaron de sus ataduras. Inmediatamente, se tiró sobre el catre y observo con ojos muy abiertos lo que estaba ahí, total, esa sería su realidad por largo. Esa noche no se permitió dormir, sólo deseaba conocer cada centímetro de su celda y así lo alcanzó la mañana, con ojos enrojecidos y el registro visual  y sonoro totalmente terminado. De una pequeña rendija en la pared hizo su ventana. Suficiente, - se dijo-.
Con el pasar del tiempo se dio cuenta que estaba lejos del mar, aceptaba el largo y frío invierno con la misma actitud que soportaba la sequedad del verano. Conoció muchos parajes en su ruta libre y ahora  de tanto en tanto veía que esa lonja de suelo rojizo, casi sin vegetación, que parecía que nada ofrecía, recibía visitas desde tierra y aire; así que no se inmutó cuando sintió el  agudo trompetazo de una grulla damisela, ni el luminoso plumaje de unas cuantas avutardas que se cortejaban. “Si ellas vienen y van sin perder su vida, lo mismo puedo hacer yo” se decía en voz alta y firme, como era su costumbre.
Para los celadores, no había actitudes extrañas, sabían que un presidiario, buscaba un escape a como diera lugar y mientras no fuera agresivo, que Miranda, el de la 5, hablara y contara lo que pensaba, veía o creía ver, a buen volumen, no era tan malo. Total, los compañeros de pena, lo habían bautizado como FM Radio Miranda.
Era inevitable, cuando pensaba en Jaime su voz se callaba, y sentía con más fuerza la canción de la prisión en que estaba; él había sido lo único lindo que conoció, creyó ser correspondido, puso lo mejor de sí para emprender esa nueva ruta, lo intentó muchas veces, pero las reglas sociales fueron más fuertes y un desgraciado día el joven decidió irse y lo dejó sólo, sin el dinero ahorrado ni el automóvil recién adquirido. Ni una carta, ni una llamada, ni un mensaje, nada, nada, nada…  ¿Cuánto tiempo bebió y se drogó para olvidar o para darse valor? No lo sabe ni le interesa saber, sólo recuerda vagamente haber tenido una dirección, entrar por una ventana, esperar, esperar y saltar sobre esa figura que le pareció conocida. Pero se equivocó…
Y allí estaba, semi recostado en su cama, con una pierna recogida, un brazo en la nuca,  mirando lo que nadie más ve, evocando la figura de aquella, su primera cárcel; la del amor lejano, ausente, pero vivo en cada latido…sólo eso le provoca escaparse e irse a lugares maravillosos, llenos de vegetación, cálidas playas, y paseos de largas huellas, en donde revive su amor enclaustrado.  
Cuando se levanta, va hacia su ventana. Es libre de nuevo. Su corazón, no tiene barrotes.